Otro de Américo

Esa noche Américo pudo sentir la tormenta apenas encendió la radio. Fue una sensación hermosa. Estaba en el aire. Mientras sintonizaba el dial, una brisa trajo algo de mar con estática. Dio unos pocos pasos hasta llegar casi a la mitad de la calle y confirmar lo que sus sentidos anticiparon. Podían verse los refucilos a lo lejos. Recordó aquella regla de los segundos y los kilómetros: después de ver la luz deben contarse los segundos hasta percibir el sonido. Cada tres segundos que se cuentan, hay un kilómetro que nos separa de la tormenta. Pero el sonido no llegó nunca. “Está muy lejos” concluyó. Sintió una especie de regodeo al hacerse en alguno de los tantos rincones del barrio esperando la definición del clima. Al instante pensó en las charlas con Quique.
Las visitas a Quique se daban con cierta regularidad. Américo las moderaba, quizás, con la misma soltura y destreza con que moderaba sus tandas de mate. No eran visitas diarias, tampoco semanales. Pero por ahí andaban. 
Caminó las tres cuadras y media que separaban la garita de la heladería. En el trayecto advirtió cómo uno de los vecinos contemplaba la tormenta. Pensó que posiblemente podría estar intentando, al igual que él lo hizo, aplicar la regla de los segundos. Sin llegar a ser viento, la brisa, algo más fresca e intensa, amenazaba con hacer de una atípica noche templada de fines de invierno una típica noche marplatense. En ese momento pudo percibir la dinámica habitual de probabilidad de tormenta. Nada estaba dicho, pero esa posibilidad alteraba a los vecinos. Cerraban sus persianas y ventanas antes de lo normal; adquirían una tímida intención de trote al bajar de sus autos; miraban sus relojes con mayor frecuencia; sus movimientos eran, en general, un poco más torpes. 
En la heladería no había un sólo cliente. Quique parecía estar esperándolo. Hicieron algunos comentarios sobre el clima, el movimiento del barrio y las ventas del día. Entre todo eso, sin que Américo pudiera advertir el verdadero detonante, Quique se dispuso a contar una anécdota que había circulado en la heladería unos días antes. Américo se acodó sobre el mostrador y en un inocente gesto de suficiencia hizo una pequeña pirueta con las llaves que llevaba en su mano. Frunció levemente el ceño y se dispuso a escuchar con mucha atención.
La historia involucraba a uno de los chicos del barrio que de vez en cuando se sientan a conversar o a jugar en la vereda de la heladería. Quique dijo no recordar su nombre, pero sí que era particularmente callado. Parece que aquel día este chico caminaba solo, después de un partido de fútbol en un terrenito de la vuelta. En algún punto de su camino, una anciana lo detuvo para hacerle una pregunta bastante curiosa. “¿Sabe usted arreglar relojes a pila?” fue exactamente la pregunta según las palabras de Quique. El chico afirmó con seguridad: “Sí, claro”. Inmediatamente la mujer respondió haciendo una seña con su mano para que la siguiera. Américo comentó lo extraño que le resultaba que alguien tan joven contestara con tanta seguridad que podía arreglar una cosa como esa. Quique hizo un gesto de afirmación cómplice moviendo la cabeza de lado a lado y continuó con su historia. Caminaron algunas cuadras hasta detenerse frente a una casa muy venida a menos. La mujer señaló con su dedo hacia el interior de la vivienda, indicando posiblemente, la ubicación del reloj a pila que necesitaba ser reparado. Quique imitó la cara de asombro de aquel chico cuando vio que la puerta principal estaba abierta y que se podía ver, con la poca luz del atardecer, el cuerpo de un hombre en el interior. 
Américo notó la forma en que se reflejaban las luces de los pocos autos que pasaban sobre un cuadro a espaldas de Quique. El cuadro tenía la foto de un helado con una cereza encima. En esa breve distracción, pudo imaginarse desde la perspectiva de aquellos conductores. Pudo verse compenetrado en el diálogo, dentro de la heladería iluminada en medio de una cuadra muy oscura. Esta ausencia le duró a Américo lo que puede demorar un conductor a baja velocidad en atravesar los metros de frente que tiene el local. Casi sin advertirlo, su atención se fijó nuevamente en el relato. 
El hombre estaba desparramado sobre el suelo, a unos pocos pasos de la entrada. A partir de este momento los hechos no son muy claros. El chico salió corriendo, a unos pocos metros tropezó y en algún momento advirtió a la policía lo que había visto. “No debe haber sido algo serio, nos hubiéramos enterado de algo.” -dijo Quique dando unos golpeteos con sus palmas sobre el mostrador- “El tipo que estaba tirado ahí debía ser un borrachín pasado de copas y la señora una loca inofensiva” -concluyó con un último golpeteo más fuerte y rápido que los anteriores-. 
Parece que inmediatamente después de toda esta secuencia, camino a su casa, el chico pasó por la heladería. Parecía muy asustado. Quique lo tranquilizó, escuchó su historia y le ofreció un helado de regalo. “Que cosa rara, relojes a pila...” dijo Américo con un gesto de entre sonrisa y asombro. Fijó la mirada una vez más sobre el cuadro que colagaba detrás del mostrador y preguntó sin meditarlo: “¿Y de qué gusto era el helado?”. No había terminado de hablar cuando sintió que su pregunta podía ser un tanto ridícula. “Crema del cielo” -contestó Quique, con una sonrisa de oreja a oreja, sin el más mínimo rastro de sorpresa ante la pregunta de Américo- “¿Querés uno?”. En ese momento se empezaron a escuchar los primeros truenos, lejanos, algo mudos todavía. 
Américo nunca había probado ese sabor. De regreso a la garita, pensó que era curioso que algo tan típico de la infancia hubiera escapado a su paladar durante tanto tiempo. Recordó la heladería de su viejo barrio. Inmediatamente sintió algo de chocolate, limón, frutilla, dulce de leche y por último vainilla. Pero nunca apareció la crema del cielo. Sintió un escalofrío muy placentero al pensar que estaba a punto de probarlo por primera vez. Jugó un poco con la idea de imaginar cómo podría extraerse la verdadera esencia del cielo y cómo cambiaría según el clima. Ya había caminado casi una cuadra cuando el sonido del aire entre las hojas de los plátanos lo hizo volver a la historia que había escuchado unos minutos antes. Intentó hacerse una idea de lo que podía haber visto ese chico en aquella casa venida a menos. Pudo ver su fachada, las paredes descascaradas, una puerta de madera deteriorada por el agua y los años. Un pequeño jardín descuidado en el frente con dos o tres rosales sin rosas, un enano de piedra lleno de líquenes, la rueda oxidada de un triciclo. Olor a ruda y pis de gato. El sonido de las hojas, ahora un poco más fuerte, lo hizo volver a su caminata. Miró su helado. Repasó el movimiento espiralado con el que Quique lo sirvió y con el que seguramente también había servido el de aquel chico. Casi a mitad de camino, se preguntó de qué forma este nuevo ítem modificaría la disposición sus tandas de mate. Supo que estaría reflexionando sobre este tema en la garita. Pensó en lo cálido del mate y justo antes de probarlo, en lo cálido que podía ser también un helado.

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